14.12.09

La cesta

La cesta. Por Antonio Revilla.
La cesta llegaba puntualmente cada año, semanas antes de Navidad. Era una de aquellas maletas de mimbre, con asa y herrajes pintados de un marrón oscuro, asegurada con cordeles, de los que colgaba una tarjeta de cartón con nuestro nombre en el anverso y la dirección de mis abuelos en el reverso.
Nos reuníamos alrededor de mi madre para no perdernos detalle del rito de abrirla, cortando con cuidado los cordeles, que se guardaban, e incluso la tarjeta, que podía reutilizarse escribiendo “remite” sobre nuestra dirección: como veis, el reciclado no es un invento moderno. La tapa se levantaba, y el contenido aparecía ante nuestros ojos admirados.
Lo primero que veíamos eran los membrillos y las nueces: el pardo oscuro de las cáscaras de nuez, y el amarillo dorado de la piel del membrillo. Conocíamos bien esas nueces, pequeñas y prietas, que aún conservaban su telilla negra, y esos membrillos fragantes y de carne dura, gustosa, que a veces se guardaban en los armarios, como precursores de los ambientadores; pero nueces y membrillos eran apartados, y mi madre levantaba la tela blanca que escondía los tesoros que todos esperábamos.
Nada más apartar sus pliegues, allí estaban ante nosotros, negras, redondas, encerrando mil promesas de placer, las tortetas y las morcillas. Sabíamos que venían del mismo tocino que, durante el verano, habíamos alimentado en la cuadra, bajándole cada día su pozal de pastura, aquellos tronchos de col, las peladuras de patata cocidas durante largas horas sobe el fuego de la cocina de leña. De la sangre de aquel tocino, del arroz, de los piñones, del trabajo de las mondongueras durante las largas horas de la matacía, venían aquellas maravillas que ya degustábamos con la imaginación, fritas, calentitas… o, casi mejor aún, frías la mañana siguiente, cuando, más o menos furtivamente –porque todos sabían que era yo- acababa con los restos de la cena.
Pero mejor aún que la promesa del sabor era el olor, ese aroma que, ahora, cuando escribo, evoco con la misma intensidad de siempre. Olía las tortetas y las morcillas, aspiraba el aire intensamente, para que inundase mis pulmones, y el efecto era inmediato: salía de mi casa barcelonesa, volaba sobre las viejas carreteras interminables, las largas travesías de los pueblos, las incipientes caravanas de seiscientos, doscaballos y pegasos, pasaba ante las obras de los pantanos, erizadas de grúas, subía sin esfuerzo las rampas del Alto del Pino, y en pocos segundos ya tenía a mis pies los campos del Sobrarbe; dejaba a mi derecha la Peña Montañesa, saludaba las cimas nevadas de Treserols, y descendía lentamente, muy lentamente, guiado por los reflejos del sol en las aguas de mi río entre los chopos desnudos y las sargas moradas del otoño.